Pedaleando Nueva York

lunes, 13 de octubre de 2014

Con las faldas bien puestas

Para mí el verano es sinónimo de vestidos y polleras. Me encanta usarlos a todas horas, aún en bicicleta; sentirme libre y percibir el airecillo corriendo libremente por mi cuerpo y mis piernas es un deleite matutino. Una mañana de este ya acabado verano iba yo pedaleando al trabajo, el sol brillaba y el calor de la temperatura era aliviado por una brisa deliciosa.

A medida que me deslizaba sentía que estaba en una película de François Truffaut. Pero entonces una corriente de viento me levantó la falda, que voló para arriba y poco o nada dejó a la imaginación de los transeúntes y automovilistas. No fue muy elegante y sé que es una de las trampas embarazosas de pedalear con faldas amplias, vaporosas y cortas.

Me alejé del lugar acelerando instintivamente para que no se
percataran del rubor en mi cara y lo avergonzada que estaba. Pero el viento me acompañó a lo largo del trayecto y fue difícil mantener mi compostura cada vez que mi vestido se alejaba progresivamente hasta los muslos.

Yo trataba de mantener una mano sobre mi falda, pero afectaba mi equilibrio y con un frenado rápido quedaba fuera de control. Además debía mantenerme alerta ya que nadie se preocupa por lucir bien cuando termina esparcido por todo el pavimento. Sentí que me abandonó el glamour y era más bien una poco agraciada equilibrista que evitaba ser una ciclista exhibicionista.

Me asaltó la duda de como hacían las mujeres representadas en el encantador blog Cycle chic; donde las mujeres siempre lucen impecables y con estilo, aparentemente sin ningún esfuerzo. Yo no quería volver a los tradicionales pantalones y empecé a buscar alternativas de seguir mi andar en dos ruedas sin renunciar a las faldas. La primera de ellas fue ponerme sobre la ropa interior un pantaloncito (short) de lycra que son muy confortables, no aprietan y cubren discretamente. El único problema es que dan calor.


Navegando en el internet encontré que el problema del viento y las faldas es un inconveniente del que ya se ocupó el mercado de la moda ciclista y la forma de prevenirlos se presentan en dos formas: una es una liga que se coloca en el muslo y una pinza que se sujeta en el ruedo del vestido o falda. Cuestan 13 dólares.
El otro accesorio es un clip similar a las pinzas para sujetar las ropas en el tendedero; pero son más llamativas, diseñadas de forma artística, delicada y atractiva. La línea se llama NOMOMRO y está inspirada en el famoso vestido blanco volador de Marilyn Monroe. La diseñaron unos holandeses y están cotizadas en Euros.

Yo pensaba reemplazarlos por las pinzas de ropa que se consiguen en las tiendas de dólar.
De momento el verano ya se fue y se llevó el calor, en lo que queda del año ya no tendré que preocuparme de mis vestidos levantados al viento. El año próximo experimentaré la mejor opción para hacer más confortable mis travesías ciclísticas o quizá podría convencer a un “Paul Newman” que me transporte por la ciudad como lo hizo con Katharine Ross en Butch Cassidy and the Sundance Kid. Ese si sería un paseo divertido!

Katharine Ross and Paul Newman in Butch Cassidy and the Sundance Kid directed by George Roy Hill, 1969. Photo by Lawrence Schiller.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Los albañiles






Para mí pasar frente a una obra en construcción es uno de los disgustos del verano, a sabiendas que cuando pasa una mujer, es el momento cumbre en la vida del albañil.

 
 
 
En la esquina de mi casa hay un edificio que ya ha pasado por múltiples refacciones. Allí, la presencia de tres o cuatro albañiles es casi constante, a veces subidos a andamios y otras en la calle, trasladando materiales o escombros a un contenedor. Son todos latinos, de baja estatura aunque nunca me fijé si son jóvenes o viejos, lindos o feos. Nunca me atreví a mirarlos y mucho menos hacer contacto visual porque me ahuyentan con sus silbidos, chiflidos y unas que otras frases babosas irritantes.
 
Están en mi trayecto diario en bicicleta, aunque últimamente doy vuelta la manzana completa para eludirlos. No me gusta y nunca me gustó pasar ante una obra en construcción, sea caminando o en bicicleta. No soporto la tensión que me ocasionan cuando al divisar la presencia de una mujer, en la vereda o la calle, detienen lo que sea que estén haciendo y se ponen en posición de acecho, listos para el acoso, porque para mí no es halagador lo que dicen y hacen; eso se llama bully, acoso, agresión.
La escena es así; en medio de ese silencio que ellos mismos provocan, miran con desparpajo a la víctima. Cuando la mujer esta exactamente en el centro de sus miradas, entre el venir y el irse, justo entonces se produce el silbido largo, agudo, inútil y potente, como si alertaran a un sordo sobre la inminencia de una locomotora.

A veces, sólo utilizan el silbido, que aparentemente es una abreviatura de todo lo que quieren decir y no pueden por A o B motivo.
En otros, el silbido es complementado con frases que no tienen que ver con un piropo, todas imperativas. “Vení mamacita”, vení que te voy a hacer tal cosa y tal otra o “que bien que estás”, por ejemplo. Otras aún más desagradables con diferentes combinaciones del verbo chupar. Lo peor es que la práctica no se trata de una aberración solo vigente de donde yo provengo.
 
Lo que no me queda claro y muchas veces me pregunto es si el silbido es una llamada, una convocatoria o una invitación para que la mujer ingrese junto a ellos a la obra en construcción. En ese caso que harán, la violarán?.
 
Alguna vez leí a una columnista de un diario, que el pasar frente una obra en construcción era el medidor del índice de vigencia o decadencia de una mujer en términos de atractivo. El comentario siempre me pareció de pésimo gusto.



En esta temporada de verano, con días placenteros para acudir al trabajo en faldas o vestidos; o simplemente pasear en shorts, es sumamente incómodo y poco halagador escuchar comentarios obscenos sobre mis piernas u otra parte de mi anatomía.

A riesgo de sonar mojigata, esas expresiones me agreden y no quiero ser considerada un entretenimiento de hombres vulgares, aunque me apliquen aquella mofa: “Esa…no es capaz de inspirar el silbido de un albañil”
 
 
 
 
 

 
 
 
 


domingo, 26 de enero de 2014

Sobre nieve en bicicleta

Con el termómetro bajo cero, de los tantos que tuvo Nueva York durante este gélido enero, decidí coger mi abrigo, echarme la bufanda al cuello, el gorro y los guantes; y allí fui, a pedalear en la nieve. No sería algo extraordinario si no se tratara de una paraguaya que está acostumbrada a temperaturas que apuntan al otro extremo del termómetro.
Casi sin darme cuenta me fui adentrando al invierno, los ligeros vestidos de verano fueron a parar irremediablemente al armario y empecé a vestirme "por capas" para ir adaptándome a los cambios de temperatura. Por primera vez en tres años, la bicicleta fue mi movilidad durante las cuatro estaciones. Decidí usarla en invierno ante la disyuntiva de congelarme caminando unos 25 minutos, entre la ida de mi casa al trabajo y viceversa, que preferí hacerlo en bicicleta.

Pedalear en medio de la nieve puede ser toda una aventura, o una odisea, sobre todo si no se tiene experiencia, como yo. El hielo crugía debajo de las cubiertas de la bici y era como pedalear en la arena; se hizo muy pesado avanzar y el esfuerzo me cansó más de la cuenta. La senda ciclista estaba cubierta de una capa muy espesa por lo que tuve que circular sobre las huellas que dejan los vehículos, porque estaban más limpias, con menos nieve y mejor visibilidad del terreno.

La experiencia valió la pena, con lecciones aprendidas como que la bicicleta tiene que estar preparada, las cubiertas deben ser gruesas y los frenos en muy buen estado. Ademas hay que cuidar que las extremidades; piernas, brazos, garganta y orejas estén bien protegidas.
Contratiempos

Particularmente este año el frío es intenso, el viento que sopla con fuerza no deja avanzar, las sales dañan la bicicleta, los cambios casi no responden, la cadena se atraca. Para mí uno de los problemas es que los candados de seguridad se atascan con la lluvia y con el frío, porque siempre dejo la bicicleta amarrada afuera. A raíz de esto el procedimiento de desbloquearla es exasperante y lleva varios minutos de intento. Una vez también me percaté que las llantas se congelaron. Estaban duras como piedra, que al descongelarse advertí que estaban pinchadas y tuve que cambiarlas.


Otro peligro al andar es el denominado hielo negro. Es el que se produce cuando la temperatura se eleva momentáneamente por encima de los cero grados centígrados y se derrite parcialmente la nieve. Luego vuelve a bajar abruptamente la temperatura con lo que se congelan los charcos, formándose el infame “black ice” o hielo negro, que al ser del mismo color oscuro del pavimento no se nota y son una verdadera trampa de hielo.
Hay que considerar que en invierno es la menor cantidad de horas de luz del día, y a menudo, cuando todavía hay luz natural, esta es poca, debido a la nubosidad habitual en muchos días de esta estación, y eso sin hablar de la niebla algunas veces, por lo que es muy importante hacerse ver. También merece la pena invertir en luces delanteras y traseras, indispensables para circular y se nos vea desde lejos cuando la luz ambiente empieza a declinar.


Afortunadamente cada vez es más la gente que acumula kilómetros en bici, haga el tiempo que haga. Esto ayuda a que yo tampoco tema montar en estos meses sin que el pronóstico meteorológico me haga desistir, como el día en que encaré hacia el trabajo por una ruta cubierta de blanco. El aire congelado no me molestó. El cielo gris se abría sólo para dejar caer más nieve, con esa quietud única que tiene el invierno.